Ana Luisa se está acercando a su septuagésimo quinto cumpleaños. Es independiente y se encuentra en un estado de salud razonable, pero suele sentirse sola. Está divorciada y nunca tuvo hijos. Sus hermanas ya han fallecido y ella no tiene una relación muy estrecha con los parientes que le quedan. Muchos de sus amigos cercanos también han muerto. La vida ya ha perdido su sabor. Al no tener ninguna creencia religiosa sólida que la detenga, se está planteando seriamente si no sería ya el momento de despedirse dignamente de este mundo, antes de enfermar gravemente o quedar incapacitada.
No le ha hablado a nadie de sus deseos de morir porque cree que la mayoría de la gente no entendería. Su jovencísimo médico, por ejemplo, pensaría que está deprimida y le mandaría pastillas o terapia; en el centro de día al que va, el personal pensaría que seguro que hay parientes intrigando por detrás para hacerse con su dinero.
No es falta de voluntad lo que refrena a Ana Luisa, sino la falta de medios fiables. Donde vive es ilegal asistir o apoyar un suicidio y, como ella no es una enferma terminal, no cumple los requisitos de las pocas excepciones en las que se contempla el suicidio asistido. También tiene que considerar que su suicidio podría perjudicar a cualquier inocente que pasara por allí. O peor aún, ¿y si lo hace mal y termina en el estado de incapacidad que trata de evitar?. Si tan solo hubiera una pastilla para hacerlo sin dolor, en un instante y con todas las garantías…
Con el creciente envejecimiento de la población del primer mundo, es probable que nos encontremos con muchas personas como Ana Luisa, que quieren el derecho a decidir cuándo morir, igual que la gente joven decide cuándo tener hijos.
ACTIVIDAD
PARA MUCHOS EL SUICIDIO NUNCA ES UNA OPCIÓN ACEPTABLE, PERO PAR OTROS SE TRATA DE UNA DECISIÓN RACIONAL Y UNO DE LOS DERECHOS HUMANOS MAS FUNDAMENTALES. ¿DEBERÍAMOS PODER ELEGIR CUANDO MORIR?